Nos encontramos a mediados de Enero y yo sin escribir. No hablamos de los propósitos de año nuevo, tampoco me llevó la ola de rituales que durante el cambio de año parecen no tener fin. A decir verdad, ni siquiera he compartido el contenido, dispuesto y estructurado, que tenía preparado para ti. He estado ausente, porqué he necesitado atenderme a mí. He estado ausente, porqué he necesitado morir. Sí, morir. No literalmente, pero no por ello menos intenso de vivir. Morir. Dejar caer, desprenderse, partes de mí. Morir. Agradecer al cuerpo que enfermara para realizar una limpieza en mí. Morir. Entregarme al dolor, al miedo, a la idea de no ser (jamás) lo que otros esperan de mi. Morir. Descubrirme ante el espejo en el que tantas veces antes me ví. Morir es, ha sido, un proceso lento que nada tiene que ver con la prisa ni con producir.
Morir es dar lugar a aquello oculto, abrazando lo que soy cuando me gusto y cuando no me gusta lo que veo en mi. Morir es cambiar. Profundo, desde dentro, tu forma de ver, sentir, vivir, ... existir. Morir puede resultar bello, amoroso, liberador... Y es que al morir me entrego a la vida, a renacer de nuevo en mi. Las brasas que quemaron en mi pecho se tornan en cenizas que traen sosiego y calma. La aceptación de mi sombra como vieja amiga y gran aliada. Y me encuentro agradeciendo del mismo modo que antes me quejaba. El sueño es más ligero, el enfado y la tristeza pueden ahora fluir y el lugar donde habita el alma brilla hoy lleno de amor hacía mi.
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